Con los codos apoyados sobre mis rodillas, tomándote entre mis dos manos, cierro los ojos y tu aroma me eleva. Viene a mis recuerdos un desayuno en la finca. Mesa burda de madera sobre el cemento entre las dos casas; en un plato las arepas recién asadas en el horno de leña mientras yo estoy sentado en el banco largo donde caben también mis hermanos. En mi ensoñación, como hoy, sostengo una taza sin orejas que me entrega un café lleno de misterios. Abro los ojos y estoy de vuelta en mi sala, sobre el piso, con postura de monje. Dirijo el borde del pocillo hacia mis labios que tiemblan ante el humeante líquido negro que se les aproxima pero el olfato los calma al contarles que no es ningún castigo medieval sino una forma más de complacerlos.
Sin azúcar, como debe ser, entra en mi boca mientras las notas frutales y ácidas empiezan a bailar de un lado a otro. El amargo en su punto justo se explaya mientras hago unos buchecitos para que los secretos del pecado salten por mi boca. Su divino poder que quita el cansancio va a mi estómago camino a mi alma. Lento, el café pasa bajó la campanilla haciendo música con ella y mis labios se abren cuando la taza se aleja para permitir unos cuantos segundos de éxtasis. Antes que la siguiente dosis de poder llegue como un sorbo a mi cuerpo.
Tuesday, August 08, 2006
El pecaminoso placer de una bebida negra
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