Thursday, June 15, 2006

Ventana de la palabra (VI)

Este texto es transcrito de "Las palabras andantes" de Eduardo Galeano

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Ventana de la palabra (VI)

La A tiene las piernas abiertas.

La M es un subibaja que va y viene entre el infierno y el cielo.

La O, círculo cerrado, te asfixia.

La R está notoriamente embarazada.

-Todas las letras de la palabra AMOR son peligrosas- comprueba Romy Díaz-Perera

Cuando las palabras salen de su boca, ella las ve dibujadas en el aire

Friday, June 09, 2006

Cucunubá

La tarea era hacer una crónica sobre un publo cercano a Bogotá. Salió esto. Como siempre, ando con la duda que sea una verdadera crónica.

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Cucunubá: la niña bonita del Valle de Ubaté

Encaminarme al municipio de Cucunubá era enfrentarme con mis recuerdos de infancia.

El nombre cucunubá se encuentra en mis más profundos recuerdos como un pasatiempo y no como una población. Cuando tenía alrededor de seis años me regalaron un juego con ese nombre que consistía en un trozo de cartón con unos huecos por los cuales debían introducirse canicas lanzadas desde cierta distancia. El tablero estaba lleno de vistosas figuras de colores y en uno de sus bordes, el que se apoyaba en el suelo, los hoyos eran como las bocas abiertas de mágicos payasos; se buscaba acumular la mayor cantidad de puntos al lograr que los pelotitas de cristal ingresaran en esas cuevas sin dientes, cada una con un puntaje asignado. Un par de años después, ya en el colegio, durante una de las periódicas épocas de fiebre por las canicas que invadía el Liceo de Cervantes, conocí otra versión de este mismo juego pero lo llamaban ‘la ratonera’ por la evidente similitud de los huecos en el cartón con las guaridas de los ratones de las caricaturas en la tele. Se fabricaba con el retal de cualquier caja anónima y se perfilaba uno de sus bordes con un cuchillo tomado en préstamo de la cocina. No tenía payasos. Y nadie más tenía un cucunubá como el mío.

Hacía un par de años quería viajar a conocer el pueblo de Cundinamarca y este mes fue el momento propicio. Una vez pasamos Zipaquirá la carretera se me convirtió en un camino construido por los aromas del carbón, la arcilla y la leche que nos acompañaron por el trayecto aunque casi al llegar se coló un olor putrefacto. Sucedió justo cuando abordábamos la carretera secundaria que nos transportaba en los últimos kilómetros de nuestro viaje. Esto porque circulamos en una zona que el agua cubrió durante el último invierno. Durante la temporada de lluvias hubo inundaciones en el valle de Ubaté y muchas vacas lecheras enfermas de estar sumergidas en el agua estancada. Cucunubá no tuvo grandes inundaciones como otras poblaciones cercanas pero el río que pasa por su lado decidió bloquear la carretera con un flujo desbordante y los potreros vecinos hoy sufren la podredumbre causada por el agua, que ya se retiró pero dejó su rastro a través de los pastos descompuestos.

Desde lo lejos sabíamos que íbamos por el camino correcto porque vimos sobre el cerro donde se encuentra La Capilla las letras blancas que forman el nombre del pueblo al mejor estilo Hollywood. En un instante frente a nosotros surgió una pared hecha de roca y llena de barbas de viejo que me recordaba las murallas centenarias de un castillo feudal. Me sentí en un delirio como el de Don Quijote combatiendo a sus gigantes. Nadie podrá quitarme la imagen de estar acercándome a una vieja fortaleza que se situaba justo al lado del camino. Entonces nuestra ruta ya no era asfaltada sino empedrada, y no cabalgábamos sobre un auto sino sobre reales caballos y Carlota y Nico, las manifestaciones corpóreas de mi niño interior casi exterior, veían dragones sobrevolando nuestro andar.

Finalmente las bestias se fueron. En realidad eran grises nubes que nos amenazaron durante un rato hasta que el viento las llevó a otro reino. Mientras tanto, nosotros entrábamos al Cucunubá de los adultos imaginando que atravesábamos el cartón del juego de la infancia a través de las calles que nos llevaban dentro de los payasos pintados. Allí era posible encontrarnos con las damas y caballeros del castillo que acabábamos de pasary otros personajes de la corte. Y así fue porque el primer encuentro fue con un vistoso grupo de arlequines que cantaban y bailaban para nosotros y para convocar a la gente de su pueblo a dar a los niños el valor que merecen. El colectivo de niños que hacen parte de las escuelas de música y danza ha tomado el nombre de Arlequines.

La gente en Cucunubá es como de cuento de hadas. Amable, confiada, tranquila, servicial, colaboradora, atenta. Por ejemplo don Silvio, quien nos habló de sus ovejas, sus telares y la gente que trabaja para él y hasta dejó solo su local para llevarnos donde don Luis, el escritor, ingeniero y periodista. También doña Estella, la que de manera espontánea nos sugería las mejores almojábanas y las mejores fotos. O don Josué con su almacén donde vendía helados, tapetes canastos y cortinas al lado de su otra tienda donde se encontraba un surtido más tradicional.

Merece una atención especial Don Luis Castillo. Un personaje nacido en Cucunubá, con una preciosa casona de ciento veinte años en una de las esquinas del marco de la plaza, ingeniero de petróleos que al jubilarse dijo no tener nada más qué hacer que sentarse a escribir. Aunque ya antes lo había hecho con dos libros sobre su carrera y las empresas donde había trabajado esta vez se dedicó a la Historia y publicó el primer libro en 400 años de la historia del pueblo y espera que no vuelva a pasar tanto tiempo antes que alguien lo haga de nuevo. En lo que antes fue un terreno baldío junto a la plaza se construyó su centenaria mansión llena de muebles curiosos y antiguos, escenario de varias telenovelas y seriados colombianos, con detalles únicos como su escalera de madera, las habitaciones que se comunican entre sí, los balcones acompañados por la tradicional pintura blanca en las paredes. En su jardín guarda una piedra de molino y en su sala un diván fantástico el cual no vende a pesar de las innumerables propuestas de compra, incluyendo las de varios actores de los que han pasado grabando por allí. A Don Luis todo el mundo lo conoce y todos saben de su libro aunque en realidad no tantos lo hayan leído. Su biblioteca incluye largas hileras amarillas de viejos ejemplares de la revista de la Nacional Geographic; también una edición del quijote que data del siglo XIX y que halló casualmente en el zarzo de la casa de su familia en Chía donde los espantos persiguieron a su mamá durante las noches de varios meses.

Si en general el pueblo es tranquilo, con el altísimo riesgo de producir tedio en algunos, subir al cerro de la Capilla de Nuestra Señora de Lourdes puede ser una experiencia casi mística. No por el componente religioso de su templo o la religión sino más bien por ser un espacio adecuado para escucharse a uno mismo. El camino incluye el paso junto a las letras que sobre la montaña forman el nombre del pueblo al propio estilo de la famosísima meca del cine norteamericano. Ya en la cima te puedes sentar a contemplar por horas el apacible valle. Unos buenos binóculos permitieron descubrir varios secretos e incluso ver a lo lejos la torre de la iglesia de Ubaté. Pero más allá de los detalles, se respira paz verdadera y uno no puede dejar de preguntarse por qué el país no es así en todas partes.

Don Silvio tiene su almacén de tejidos en una casa con ovejas justo en el marco de la plaza; nos dice que los jóvenes ya no tejen como lo hacen los mayores y que con su generación morirá la tradición por la cual es reconocido el pueblo. Por ejemplo, ninguno de sus hijos se ha atrevido a manejar los telares en los que él se ha a venturado desde que tenía siete años. Como contraste encontramos al hombre que dice vender el mejor yogur de la región. Lo primero que me viene a la cabeza es que me hablarán de una fórmula antigua transmitida de boca en boca por varias generaciones en esta tierra lechera pero no existe tal tradición. Su hija ingeniera hizo unos cursos de lácteos en el Sena y decidió volver a su pueblo a montar la industria de yogur más exitosa de la zona. La encontramos en una casa común, en apariencia, en la calle que se toma para ir de la plaza al cementerio. Es de verdad algo diferente.

Volveremos a Cucunubá en tres semanas a coser patincitos y cobertores para bebés comocolaboració del programa Maratón de muñecos. Esta vez será algo como martón de patines. De paso reviviremos unas buenas almojábanas, unas emocionantes historias narradas por la gente, los voladores ruidosos al amanecer del domingo, el mejor yogur de la región, la tradición de los tejidos que está desapareciendo según Don Silvio o los tejidos cinco estrellas que se encuentran en el local de la Fundación Compartir. Tal vez entonces conozca a una de las tejedoras que pueden hacer quince mil quinientos nudos a un chal o a una bufanda, así no sea muy feliz haciéndolo; o a los artesanos hombres que alistan los grandes cortes en el telar que luego habrán de llevar a las tejedoras más hábiles. Quizá en esta ocasión sí nos traigamos a Bogotá la ruana blanca o la cobija rosada.

Aunque no hice la compra de algún tejido, guantes, cobijas o cortinas, el calor de los habitantes de Cucunubá va conmigo. A pesar del frío, que no es tanto, la calidez se palpa en el aire. La próxima vez nos daremos una pasada por la casa de la cultura a conocer los nuevos computadores que se consiguieron a través de la donación de una dama japonesa, iremos a tomar un buen café en el local de doña Eddy y su hija y buscaremos el camino en ese pueblo donde hasta las casitas de perro tienen las paredes blancas con zócalo verde y el techo de tejas de barro.

Y tal vez sin yelmos ni armaduras ni lanzas logre conquistar las murallas de mi castillo. Nadie va a tener un Cucunubá como el mío.