Sunday, July 09, 2006

En la ciudad de las oportunidades

Eran sus ojos del matiz de gris que mejor combinaba con su piel blanca y pecosa, enmarcados por unas hermosas, gruesas y negras cejas. Delgada, de estatura intermedia tirando a alta. Es decir algo mayor a la mía, según mis cálculos porque siempre estuvo sentada.

Yo creía que manejaba un aceptable inglés de repente cambié de opinión y sentí que todas mis clases en el colegio, en la universidad y las demás se habían disuelto en la atmósfera pesada de los túneles del metro de Nueva York dejándome sin palabras. La cobardía es asunto de los hombres, no de los amantes y fui en ese rato el hombre más hombre, el más cobarde, el menos amante. Hoy que me siento a recordar aquel suceso y vienen a mi memoria decenas de ocasiones donde el miedo me impidió lograr lo que a mis ojos aparecía como un verdadero camino.

Era uno de mis viajes de vacaciones a Nueva York e iba montado en el tren de la línea F, dirección Uptown, de Brooklyn hacia Queens pasando por Manhattan. Yo tenía programado descender en esa isla y poco antes de pasar bajo el East river se subió la protagonista de este relato y se sentó en una de las tantas sillas vacías a las 11 de la mañana en el metro. Como ven, no he olvidado ese momento. Aquél en el que las palabras y la gramática inglesas salieron por una de esas ventanuchas miserables que a veces están abiertas en los vagones. Allá quedaron y no me han alcanzado de nuevo.

Ella iba acompañada de dos muchachos jóvenes y dialogaban con esa fluidez que mis tripas envidiaban. Yo iba cargado con toda la parafernalia que acostumbro incluir cuando viajo como turista: cámara, cuaderno, esfero, gorra, mapas… Iba con el miedo que le da a cualquier extranjero hablar en Estados Unidos, aumentado por la parálisis causada al encontrar la mujer de los sueños justo enfrente y con el pánico de cometer cualquier equivocación que terminara con mi humanidad acusada por acoso sexual en uno de esas precintos policiales que tanto vemos en los enlatados. No pretendía enredarme con ella, sólo quería tener su foto y aquí me tienen, pensando todavía qué era lo que debía haber dicho o si simplemente debía ajustar la cámara, sonreírle y tomar un par de instantáneas que me ayudaran a recordarla.

Creo que ni una mirada suya obtuve, la cámara estuvo en mis manos sin lograr una fotografía borrosa. Ni una con mal encuadre, cortada o velada. Fue antes del famoso once de septiembre entonces la paranoia no habitaba sino en mi cerebro. Finalmente llegué a donde había planeado y sin vergüenza de mi cobardía dejé el tren sin parar de mirarla. Ella siguió sentada cuando las puertas se cerraron y el tren arrancó. Yo quedé parado en el andén unos segundos y con la certeza del futuro perdido tomé mi camino, guarde la cámara en su estuche, éste en el morral y salí a enfrentar el agobiante calor de julio en la capital del mundo, la ciudad de las oportunidades.